lunes, 30 de julio de 2012

Fragmentos


-         -  Me temo que no lo entiendes.- Sentenció ella con voz queda y, tras desviar la vista un segundo, dubitativa, se dispuso a hacer algo que llevaba mucho tiempo evitando: abrir su propio corazón-.

<< Yo no amaba sólo la belleza de su rostro, ni amaba, simplemente, su personalidad. Yo amaba todo de él y todo lo que con él se relacionaba. Yo amaba al músico, amaba su violín y cada nota arrancada de sus cuerdas. Amaba al político, al retórico, al científico. Amaba su caligrafía. Amaba cada palabra suya, dicha o escrita. Pero, por encima de todo eso, amaba al hombre y a cada parte de él. Amaba sus ojos, amaba aquel marco almendrado que definía la obra más bella jamás contemplada, aquella manera de mirar, el tono exacto de verde de su iris y los vaivenes de sus pupilas. Amaba la fina curva de sus labios, el candor de su sonrisa, la blancura marfileña de sus dientes, el brillo de aquella pátina de saliva que los recubría, el sabor de su boca y el suave roce de su lengua. Amaba el suave sonido de su voz y también el vacío de sus silencios. Amaba el tacto de sus manos, el movimiento de cada dedo y hasta el corte irregular de sus uñas. Amaba su perfume, dulce, almizcleño, intenso, amaba como me envolvía cada vez que me acercaba a él y siempre deseaba que se quedase pegado a mi ropa. Amaba la canción a dos voces interpretada perpetuamente por su respiración y sus latidos. Amaba cada uno de sus gestos, cada uno de sus actos y cada pensamiento que, por efímero que fuese, cruzaba aquella mente plagada de maravillas. Amaba estar a su lado y, sin embargo, pocas veces fui feliz con él. Pero yo no buscaba la felicidad, ni buscaba el placer. Yo quería sentirme viva, quería oír cantar a mi propia sangre. Quería estar cerca de mi otra mitad.

viernes, 20 de julio de 2012

La calle que olía a magnolias

El sol del verano se reflejaba en los escaparates como si fuesen espejos y la calle olía a los magnolios en flor plantados junto a la carretera. La gente abarrotaba las terrazas; tomaba cervezas, helados, refrescos y charlaba ininterrumpidamente entre camareros que iban y venían cargados con bandejas. Una pareja se amaba con pasión, entrelazados en un banco. Unos niños corrían con pistolas de agua empapándose unos a otros, salpicando, a veces, a los clientes de las terrazas, aunque no parecía importarles mucho, pues hacía un calor insoportable. Al final de la calle, el mar ofrecía su aspecto más manso y azul y, en el puerto, las gaviotas se arremolinaban en torno a las cajas de sardinas que acababan de descargar de un barco pesquero.

Por el paseo del rompeolas, ella caminaba distraída con el espectáculo que ofrecían las gaviotas acechando las cajas mientras un par de trabajadores se afanaba en ponerlas a salvo de sus certeros picotazos. De pronto, vuelve la cabeza un instante hacia un rincón y sonríe inconscientemente. Aún tiene el regusto de sus labios en la boca y su perfume, intenso, penetrante, embotándole los sentidos. Sólo había pasado un día desde su último encuentro y ya le echaba de menos. Decidió que le llamaría después, decidió que quería cumplir aquellos sueños que habían imaginado meses atrás: paseos junto al mar, atardeceres en la playa, música de guitarra... Decidió que quería rendirse.

Ella abandonó el puerto y enfiló la calle que olía a magnolias, aún con la sonrisa de aquel recuerdo pintada en la boca. Llegó a la altura de las terrazas. Un par de niños se le cruzaron mientras se disparaban agua. Ella se giró...Y entonces se fijó en la pareja que se besaba en el banco. 

La sonrisa se congeló en su cara. Sintió como algo se volvía a romper dentro de ella. No se podía mover.

El sol seguía brillando. La gente seguía charlando, ajena a la desolación que acababa de anidar en el corazón de aquella chica. El ruido de las copas ahogaba el sonido de los besos. El olor de las magnolias cubría su perfume. Las pistolas de agua empaparon el vestido de la chica que seguía contemplando, atónita, la cara de una mentira.

Cuando ya no pudo más, dio media vuelta y abandonó la calle.