- - Me temo que no lo entiendes.- Sentenció ella con
voz queda y, tras desviar la vista un segundo, dubitativa, se dispuso a hacer algo
que llevaba mucho tiempo evitando: abrir su propio corazón-.
<< Yo no amaba sólo la belleza de su rostro, ni amaba,
simplemente, su personalidad. Yo amaba todo de él y todo lo que con él se
relacionaba. Yo amaba al músico, amaba su violín y cada nota arrancada de sus
cuerdas. Amaba al político, al retórico, al científico. Amaba su caligrafía.
Amaba cada palabra suya, dicha o escrita. Pero, por encima de todo eso, amaba
al hombre y a cada parte de él. Amaba sus ojos, amaba aquel marco almendrado
que definía la obra más bella jamás contemplada, aquella manera de mirar, el
tono exacto de verde de su iris y los vaivenes de sus pupilas. Amaba la fina
curva de sus labios, el candor de su sonrisa, la blancura marfileña de sus
dientes, el brillo de aquella pátina de saliva que los recubría, el sabor de su
boca y el suave roce de su lengua. Amaba el suave sonido de su voz y también el
vacío de sus silencios. Amaba el tacto de sus manos, el movimiento de cada dedo
y hasta el corte irregular de sus uñas. Amaba su perfume, dulce, almizcleño,
intenso, amaba como me envolvía cada vez que me acercaba a él y siempre deseaba
que se quedase pegado a mi ropa. Amaba la canción a dos voces interpretada
perpetuamente por su respiración y sus latidos. Amaba cada uno de sus gestos,
cada uno de sus actos y cada pensamiento que, por efímero que fuese, cruzaba
aquella mente plagada de maravillas. Amaba estar a su lado y, sin embargo,
pocas veces fui feliz con él. Pero yo no buscaba la felicidad, ni buscaba el
placer. Yo quería sentirme viva, quería oír cantar a mi propia sangre. Quería
estar cerca de mi otra mitad.
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