La sangre es la vida
No podía dejar de mirarla desde la otra punta de aquel minúsculo pub de mala muerte. Era alta y esbelta, una belleza juvenil embutida en un ajustado vestido negro. Tenía todo lo que ella deseaba y por eso la odiaba y la admiraba al mismo tiempo.
Sacó el pequeño espejo que siempre guardaba en su bolso y se miró concienzudamente. Ella no era especialmente bella. Parecía una flor marchita que había visto tiempos mejores, atrapada ahora en un prematuro invierno del que ya no saldría. Cada día sentía más grande el peso de los años que pasaban inexorables uno tras otro, guiándola hacia una vejez cada vez más cercana. Y se despreciaba por ello.
Su vida la había acostumbrado a ser el centro de atención, a que todos la admirasen, a que los hombres prácticamente hiciesen cola a la puerta de su dormitorio, a que las mujeres se empeñasen en copiar su look como si pensaran que les quedaría igual de bien que a ella. Pero esa vida se había acabado hacía muchos años. Ahora sólo era una señora común y corriente, sin hijos, sin marido, sin nadie que se preocupara por ella, sin nadie que la quisiese. Sólo el orgullo la hacía levantarse cada mañana, pero también ese orgullo se deterioraba como una roca a merced de un río.
En ese instante la hermosa joven a la que tanto envidiaba salió del bar, y ella se apresuró a seguirla. Fuera llovía a cántaros y la chica no llevaba paraguas. Enfiló la calle caminando todo lo rápido que le permitían sus tacones de aguja de doce centímetros. Isabel no tardó en darle alcance y fingir que tropezaba accidentalmente con ella. La chica se desestabilizó y cayó al suelo, torciéndose el tobillo.
- Disculpa, perdóname, ¡qué patosa soy!- dijo Isabel adoptando su tono de voz más amable.
- No se preocupe. Con estos zancos y el suelo mojado... no me extraña que me cayera.
La chica intentó levantarse, pero enseguida se encogió profiriendo un grito ahogado de dolor.
- ¿El tobillo?
- Sí, señora.
- Llámame Isabel- odiaba que la llamasen "señora". Más que un tratamiento de cortesía, le parecía una forma sutil, y no por ello menos cruel, de llamarla vieja.
- De acuerdo, ¿le importaría ayudarme? Sola no podré...
- Por supuesto, cielo.
Isabel la ayudó a ponerse en pie. Se veía que el golpe había sido bastante serio; el pie estaba bastante hinchado y ella no podía andar.
- ¿Quieres que te suba a mi casa? Está aquí al lado y podrás secarte y llamar a tus padres para que te recojan.
- No, no quiero ser una molestia.
- Tonterías, por mi culpa estás así. Es lo menos que puedo hacer.
Isabel esbozó la sonrisa más encantadora que sabía poner, de esas que una aprende, con los años, a utilizar en las ocasiones más propicias para conseguir lo que desea, ya sea un amante pasajero, un puesto de trabajo o una copa gratuita en su bar favorito.
La chica cedió y se fue con Isabel hasta su casa, un elegante duplex con muebles del siglo XIX y una exquisita colección de alfombras persas de la mejor calidad. Isabel, a pesar de ser una mujer sola, era muy rica.
- ¿Quieres darte una ducha? Te sentará bien.
La chica se mostró reticente al principio, pero a Isabel no le costó convencerla para que se diera un baño rápido en el jacuzzi.
- Prepararé café mientras tanto- dijo.
La chica se fue hacia el baño cada vez más confiada, mientras que Isabel dejaba volar su imaginación a la vez que ponía a punto la cafetera. Vio en su mente cómo ella se quitaba el vestido negro ajustado que le había llamado tanto la atención; desde luego aquella muchacha tenía buen gusto para la moda. Imaginó su cuerpo desnudo, su piel de porcelana, suave y tersa; sus curvas sinuosas; sus pechos generosos, más de lo que jamás habían sido los suyos. Desde luego, era un cuerpo digno de envidiar, de odiar, de amar... Seguro que aquella hermosa joven tenía un novio o, al menos, alguien que la amara, que suspirase por ella, que fuera capaz de morir por ella.
Isabel nunca fue amada por nadie. Había conocido a infinidad de hombres, pero ninguno se había quedado a su lado, algo que siempre había consolado mirándose al espejo y diciendo para sí: "soy la más bella", igual que si fuera la madrastra de Blancanieves. Ahora ya no podía hacer eso. Ya no sería bella nunca más.
Dos lágrimas resbalaron por sus ojos. "Ojalá pudiese tomar la belleza de esa chica", pensó. Y, súbitamente, las lágrimas dejaron de brotar. Había tomado una decisión, tal vez la decisión más importante de su vida.
La joven metió un pie en la bañera. El agua estaba casi ardiendo, justo como a ella le gustaba, y tenía tantas ganas de entrar en calor...
En ese momento se abrió la puerta del baño, y antes de que a la chica le diese tiempo de pestañear, la sangre ya se derramaba por su cuello y se vertía en el jacuzzi, medio lleno de agua. Isabel cerró el grifo; ella llenaría su bañera de un líquido más preciado. Cortó las muñecas y las ingles de la muchacha moribunda, buscando sacar de ella la mayor cantidad de sangre posible antes de que muriese, lo cual no tardó en suceder.
Isabel miró a la chica, ni siquiera sabía su nombre. Era su antagonista, su némesis, pero también era un reflejo de ella misma, un reflejo de lo que había sido antaño.
Con curioso placer lamió la sangre del cadáver. Le supo exquisita, ferrosa, suave, chispeante...
Se quitó las ropas ensangrentadas y se metió en la bañera. Estaba tibia. El agua diluía la sangre, pero el aroma se mantenía, y sus propiedades también. Vio cómo rejuvenecía hasta límites insospechados. Vio aparecer su antigua belleza reflejada en el espejo del baño, que comenzaba a empañarse. Se sintió más feliz y completa de lo que lo había sido en toda su vida. No le importaba haber matado a una joven inocente, tampoco le importaba el precio legal que tuviera que pagar por ese crimen. Ahora sólo podía pensar en el excepcional momento que estaba viviendo. Así que apretó el botón de las burbujas y se recostó en la bañera.
Nota: En honor y en memoria de la condesa Erzsébeth Báthory-Nadasdy de Ecsed, mi vampiresa favorita.
Felíz Halloween