Abría los ojos en medio de una noche sin luna. Las estrellas parecían haberse tomado un tiempo de vacaciones en compensación por la larga noche que había reinado durante los meses anteriores. Notaba la nieve fría y semiderretida bajo mi cuerpo, inmóvil, sobrecogido por la belleza del espectáculo que mis ojos estaban viendo. A lo lejos, un reloj dio las doce y él seguía allí, cálido, imponente, brillante como el dios que en su día fue. Seguramente nunca lo volvería a ver así, pero no importaba. Con una vez había bastado y sabía que el recuerdo de aquel momento me acompañaría por siempre.
A veces la mente trabaja más rápido que la realidad; el tiempo es una dimensión que la imaginación no conoce, y disfruta jugando con él. Así son los sueños, mezclas de deseos y posibles realidades que parecen arder mientras luchan por abrirse paso hacia el mundo real. Al despertar todo parece dolorosamente lejano, pero de alguna forma sigue presente en alguna parte, junto a nuestros anhelos e ilusiones, y saber que algo emocionante está a punto de suceder hace que el miedo desaparezca, que tus propios instintos te impulsen hacia delante sin dejar que mires atrás, pensando sólo en la aventura que se revela bajo tus pies. Lo demás no importa. Ya no hay nada que te retenga aquí.
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