jueves, 1 de septiembre de 2011

La Cruz de Priena

"Aquí no hay ganadores lo importante es llegar". 
Sí, y aún así la mayor recompensa no es lo que te encuentras al final, sino haber disfrutado del viaje.




Al final estaba ahí; la benjamina del grupo lo había conseguido. Estaba sentada bajo la cruz en la cima de la montaña, contemplado el imponente paisaje que me rodeaba, y aunque sólo estaba a setecientos veinticinco metros de altitud, yo me sentía en la cima del mundo.

A mis pies se abría un profundo valle, el verde escenario de batallas pasadas; y sobre mí un cielo azul tan sólo ensombrecido por algunos nubarrones que se estrellaban en las laderas del Cuera. Era un espectáculo tan gratuito y tan hermoso que todo el cansancio acumulado tras veinticinco kilómetros de casi ininterrumpida marcha bajo el sol a través de la montaña, había valido la pena.

Aspiré el aire limpio de humanidad y me recosté para dejar que los rayos del sol me acariciaran y secaran mi frente perlada de sudor.
Abajo, las campanas de la basílica anunciaban el comienzo de la misa a los feligreses.
Había paz en el ambiente.

Celebramos el fin de nuestro ascenso con un poco de agua fresca y unos frutos secos para recobrar las fuerzas. Aún nos quedaba una larga y zigzagueante bajada por la ladera de la montaña, unos cuantos resbalones en los canchales blancos de cuarcita y unas cuantas ampollas por reventar dentro de mis botas.

Media hora después de abandonar la cima vislumbré por fin la carretera. Estaba agotada y el dolor de mis pies era casi inaguantable; por eso cuando vi que el camino se acababa no pude evitar decir para mis adentros (en esas condiciones te emocionas más viendo ese cacho desgastado de asfalto que si se hubiera aparecido la Santina): ¡Aleluya!
 


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