Si ahora estuviera sentada en uno de los mares de la Luna, podría contemplar como un hermoso planeta cruza por delante del sol, impidiéndome ver su luz durante un tiempo.
La magnificencia de este evento me sobrecogería de tal forma que no sería capaz de apartar mis ojos de ese planeta, admirándolo como si de un dios se tratara; aunque también me aterraría pues me habría robado la luz que antes me daba mi estrella favorita.
Durante unos instantes ese planeta se convierte en mi única realidad. Yo, a oscuras, no soy capaz de percibir nada. Dejo de sentir la fría piedra en la que estoy sentada. Ningún sonido es digno de perturbar la quietud en la que estoy sumida. No siento el frío que empieza a asolar el satélite. Ni siquiera me doy cuenta de que mi boca, entreabierta por el asombro, se ha resecado. Estoy completa e incondicionalmente eclipsada.
No puedo evitar soñar con cómo sería la vida en ese maravilloso planeta y envidio sobremanera a la gente que puede estar cerca de él, tocarlo, disfrutarlo, compartirlo...Para mí, por supuesto, es un sueño imposible. No existen naves espaciales en mi Luna.
Eso me apena. Llego a odiar mi Luna. Mis sueños se rompen en mil pedazos en medio de la noche del eclipse.
Pero de repente un rayo de luz irrumpe con fuerza iluminando mi cara otra vez. Me cubro inmediatamente, pues me hace daño a los ojos, y por primera vez desde que empezó el eclipse contemplo el paisaje que se extiende a mi alrededor. Me parece más hermoso que nunca.
El sol calienta mi piel y hace que me estremezca de pies a cabeza. Es una sensación agradable. Vuelvo a mirar a mi amado planeta, pero ya no lo veo como antes. Me sigue pareciendo hermoso e interesante, pero ya no es mi realidad absoluta. Ya no quiero estar sobre él, ni envidio a los que pueden estarlo. Además...ninguno de ellos puede disfrutar de las vistas que tengo yo ahora.
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